Como muchas mujeres mayores, padezco un trastorno alimentario. Es hora de eliminar el estigma

Por Gilian Havey, redactora de Freeland

Aientras la galleta se deshace en mi boca, proporcionándome una dosis de azúcar muy necesaria, un impulso repentino aparece en mi mente. Siento la tentación de tomar otra, y otra, antes de correr al baño para purgarme. Me calmo, hablo racionalmente con mis sentimientos y consigo seguir adelante sin ceder.

No siempre tengo tanto éxito.

Como madre de cinco hijos y a mis 38 años, no me hago ilusiones: Sé que nunca voy a pavonearme por la pasarela; el tiempo ha hecho mella en mi cuerpo antaño tonificado y he pasado por cuatro embarazos estresantes. Quiero estar sana, no excesivamente delgada. Pero mis impulsos anoréxicos y bulímicos siempre han tenido más que ver con el control que con cualquier idea equivocada de vanidad.

Por eso no me sorprendió leer que una investigación reciente de la UCL revelaba que alrededor del 3% de las mujeres de entre 40 y 50 años han sufrido algún problema alimentario en los últimos años. Esta cifra, que equivale a decenas de miles de personas, es probablemente sólo la punta del iceberg, ya que muchas de las afectadas, como yo, no buscan ayuda cuando experimentan problemas. A lo largo de los años he aprendido que tengo que perdonarme cuando tengo un desliz, levantarme y centrarme en otra cosa hasta que se me pase la sensación.

Mi primera incursión en las dietas extremas fue a los 15 años, cuando, en unos pocos meses, mi peso cayó en picado de unos saludables 55 kg (8st 7lb) a poco menos de 38 kg (6st). Lo que empezó como un vago deseo de competir con mi amigo más delgado se convirtió en una obsesión que me llevó a saltarme el desayuno y la comida y a tirar la mayor parte de la cena a la basura.

He llegado a creer que los trastornos alimentarios, como un virus, permanecen latentes en nuestro sistema, a la espera de atacar...

Aunque al principio me motivaba el deseo de estar delgada, al mirar atrás veo que mi enfermedad tenía algo más que ver con la simple vanidad. Una combinación de GCSEs, preocupaciones financieras y sentimientos de ineptitud me llevaron a centrarme en la única cosa que sentía que podía controlar. Y una vez en ese camino, la sensación de triunfo que experimentaba cada vez que la báscula revelaba una pérdida de peso era adictiva en sí misma.

A pesar de que creía que había vencido a la anorexia en los años noventa, ha reaparecido bajo distintas apariencias a lo largo de mi vida: en la universidad, a los veinte años, como una obsesión por el ejercicio; como bulimia, a mediados de los veinte, cuando luché contra el estrés de mi primer puesto de profesora; incluso a los treinta, cuando, al adaptarme a las exigencias de la maternidad, tuve que luchar contra el deseo de ponerme enferma.

Desde mi primer episodio de anorexia, nunca he pesado menos de 44 kg. Algo -mi sufrido marido, pensar en mis hijos o darme cuenta de que me estoy haciendo daño a mí misma- siempre me saca del borde del abismo. La idea de transmitir a mis hijos cualquier tendencia a la obesidad también me preocupa, por lo que me aseguro de seguir una dieta sana y les animo a hacer lo mismo.

Pero he llegado a creer que trastornos alimentarios nunca pueden curarse de verdad, sino que, como un virus, permanecen latentes en nuestro organismo, esperando el momento oportuno para atacar. En mi caso, el impulso de hacer dieta en exceso o -más común ahora- de darme atracones y purgarme, aparece cuando me mudo de casa, tengo mucho trabajo o estoy estresada. La enfermedad no es una tontería de la infancia de la que pueda salir, sino algo que me costará mantener a raya toda la vida. Como un alcohólico, estoy "en el vagón", nunca libre.

Para las mujeres como yo, la percepción de que la anorexia es una enfermedad de la juventud y está vinculada al narcisismo es perjudicial. Es vergonzoso admitir, al borde de la cuarta década de vida, que acabas de atiborrarte de chocolate y te encuentras encorvada sobre la taza del váter. Pero no debería. Los trastornos alimentarios son una enfermedad y, aunque pueden comenzar con el deseo de tener el cuerpo perfecto, el patrón de comportamiento perjudicial que se desarrolla es similar a una adicción a las drogas.

El hecho de saber que los trastornos pueden manifestarse repetidamente a lo largo de la vida, o incluso aparecer por primera vez a mediana edad, no debe llevarnos a la desesperación, sino hacernos comprender mejor qué impulsa al cerebro anoréxico y cómo se puede ayudar a quienes los padecen. Los trastornos alimentarios suelen estar ocultos y sólo se detectan cuando la persona que los padece muestra signos físicos evidentes; esto es algo que reconoce la autora principal del informe, la Dra. Nadia Micali, quien señaló que muchas de las mujeres encuestadas le dijeron que era la primera vez que hablaban de sus dificultades alimentarias.

Pero sacarlos a la luz, admitir que los hemos sufrido o los estamos sufriendo, es una de las claves para abordar el problema. Eliminar el estigma y cuestionar las suposiciones que persisten sobre los trastornos alimentarios es el camino hacia una mayor comprensión y una mejor salud para aquellos de nosotros que luchamos.

Fuente: https://www.theguardian.com/

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